Mudanzas (tú, Garfunkel)

Todos los días, el rapsoda Nicanor Moirás bajaba al parque que hay cerca del Café Embassy, cerca de la avenida Balmaceda, Santiago de Chile, y le cantaba al amor. Con un taburete desvencijado, dos botellas de vino dulce y una vela, improvisaba su escenario a la sombra de un joven y despeluchado tamarugo. Una guitarra despellejada le hacía de fiel escudero.

Nicanor tuvo tanto éxito popular que figuras como Toquinho, Piazzola o el mismísimo Víctor Jara se acercaron a ver qué sucedía con “ese entrañable mapuchito que tan bonito canta al corazón”, pero él nunca renunció a su forma de vida, y no quiso entrar ni en un estudio para grabar sus canciones, ni que sus versos sobre la pasión formaran parte de ningún libro. “Amo el amor y hablo sobre ello, nada más”

Se divorció once veces.

Recuerdo mucho a Nicanor cuando hago mudanzas a los desenamorados. Él, junto a un amigo, bajando un enorme sofá por las escaleras, desde un tercer piso sin ascensor, arrastrando los pies en procesión imperfecta. Ella, con la música a un volumen ensordecedor, rompiendo con soberbia las fotos que tantas sonrisas encierran y arrojando los recuerdos por la ventana. Yo soy Simon, tú Garfunkel.

Lo decía mejor Sabina lo peor del amor cuando termina son las habitaciones ventiladas (…) los móviles que insultan con los ojos, el sístole sin diástole ni dueño”. Me hace gracia pensar que, en las mudanzas, primero se va el amor, luego los huéspedes, después quedan los versos de poetas y músicos ululando por los pasillos, y al final del todo, cuando no queda nada más, nosotros, los mozos de mudanzas.  

Un camarero del Embassy con el que hablaba mucho Nicanor, le preguntó una vez que, si tanto sabía del amor, porqué había tenido tantas parejas. “El amor nunca se marcha. No hay que confundir el hambre con el gusto por cocinar

“¿Qué harás ahora?” Le decía el amigo mientras depositaban el sofá en el suelo.

“Pedir algo de comida rápida”

“No me refería a ´ahora´ de hoy, me refería a ´ahora´ en tu vida”

“Yo también. Hay que dar uso a este amor que llevo dentro” contestaba con un brillo de resignación en los ojos.

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Escribe David Sere, dueño de una pequeña empresa de mudanzas especializada en rupturas amorosas. Lo último que hace David antes de irse de un piso vacío es cantar la de «Tú, Garfunkel», de The New Raemon. David es amigo de El Colectivo Pies Fríos desde que nos amuebló un ático preparado para leer clásicos sobre rupturas amorosas. Si quieres saber algo más sobre David, escribe a colectivopiesfrios@gmail.com

Globos.

“¡Mira mamá!” señala a la copa de uno de esos árboles silvestres que crecen en las cunetas de las carreteras “¡es un globo de cumpleaños, se ha quedado enganchado de la rama!”

“No puedo mirar, cariño, estoy conduciendo”, pero la coctelera se puso a funcionar.

Imaginé esa fiesta, al aire libre, en un patio desvencijado que por la mañana recibió agua fresca para limpiar el suelo de hojas secas y vergüenza. Mesas improvisadas con tablones de madera. Patatas fritas con sabor indeterminado. Aceitunas secas arrugándose al sol. Servilletas rodando por el césped, a merced del viento. Gente llegando, saludando, sonriendo, bromeando. Una especie de torre de Babel pero sin lo del idioma, todos viviendo cerca pero de países diferentes, autopatrias. El niño pequeño llora porque no le dejan jugar con los mayores. Los mayores se consideran muy mayores pero anhelarán ser niños no tardando demasiado. El abuelo habla a un volumen tan bajo que todos le prestan atención, pero nadie escucha. La música de fondo, radiofórmula, baile del verano, éxitos de ayer y de hoy, todas gustan pero no te las pondrías para escuchar con unos cascos. Y de repente, el tío que no ha callado se arranca de manera inspirada con el cumpleaños feliz, con la foto grupal, con el soplido y los regalos. Y plof, el globo se desata y sale disparado buscando nubes. Todos miran al cielo menos el abuelo, porque los abuelos ya no quieren decir adiós a nada. El niño llora, pero no hay mayor problema porque le comprarán otro más grande y más bonito mañana.

“¡Mamá! ¿le has visto? Pobrecito, ojalá le pueden coger” Mi hijo me saca de mi ensoñación y me hace recordar la anécdota de los astronautas rusos, esa que dice que les envían al espacio con una escopeta cargada, no por lo que puedan encontrar en el viaje, sino porque en el regreso muchos aterrizan en la estepa siberiana y hay osos y lobos hambrientos…

Casi siempre, lo peor del viaje es el regreso.  

“¡Pobre globo, a ver si lo cogen y vuelve a casa!” sigue mi hijo con su letanía desde su asiento.

Mejor que no. Ese globo ha volado, ha viajado, ha disfrutado. Si vuelve a casa, lo más probable es que termine en la basura

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Escribe Paula Cheto. Paula no tiene hijos pero conduce mucho y le gusta imaginar cosas. Paula es amiga del Colectivo Pies Fríos desde que nos llevó a un bolo en su flamante furgoneta desvencijada junto con un gato y dos ramos de flores. Si quieres saber algo más sobre Paula escribe a colectivopiesfrios@gmail.com